Irene Villa, esquiadora, tras conseguir la Medalla de Plata
El reloj marcaba las 9 menos 5 de la mañana. Era jueves y tocaba gimnasia. Por fin, ese año jugaba de pivot y quizás conseguiría ser la capitana de Las Vikingas, su equipo de baloncesto. Su madre, María Jesús, conducía como cada mañana un coche rojo que, minutos después, aparcaría junto a la comisaría donde trabajaba. En el asiento trasero reposaba una mochila con libros, recién forrados, de 8º de EGB, una carpeta con fotos de Alejandro Sanz y planes de ir a patinar sobre hielo el próximo fin de semana. Apiladas en la guantera, cintas de casette de los Beatles, y adosada bajo los asientos del coche una sanguinaria bomba de ETA.
Minutos antes, mientras desayunaban, pudieron escuchar la explosión de la primera bomba que tiñó de sangre, metralla y dolor aquel jueves de otoño. Irene preguntó intuitivamente a su madre:
-«Nadie quiere hacernos daño a nosotros, ¿verdad?»
-«Claro que no. Eso sólo le ocurre a gente importante, y nosotros no lo somos».
A continuación, llegó el horror.
Minutos antes, mientras desayunaban, pudieron escuchar la explosión de la primera bomba que tiñó de sangre, metralla y dolor aquel jueves de otoño. Irene preguntó intuitivamente a su madre:
-«Nadie quiere hacernos daño a nosotros, ¿verdad?»
-«Claro que no. Eso sólo le ocurre a gente importante, y nosotros no lo somos».
A continuación, llegó el horror.
Al despertar de la anestesia
Veinte años después, nadie ha querido enseñarles las fotos de cómo llegaron a los centros sanitarios. El primer médico que atendió a Irene en el Hospital Gómez Ulla, de Madrid, no atinaba a encontrar vida entre «el amasijo de carne y huesos» (sic) que veía en la camilla. Y ahí precisamente se produjo uno de tantos milagros que arrancaron de una muerte en vida a Irene Villa.
Los cirujanos tuvieron la sangre fría y la pericia de intentar salvar una de las rodillas de Irene. Lo fácil hubiera sido cortar las dos piernas a la misma altura, pero gracias a esa rodilla Irene no sólo volvió a andar, sino que, a los 18 años, sacó a la primera el carnet de conducir, se ha recorrido medio mundo, ha practicado todos los deportes de riesgo que se le han cruzado en el camino, cuelga con orgullo en su casa las medallas conseguidas esquiando y, hace muy pocos meses, entró del brazo de su padre en la iglesia donde le esperaba Juan Pablo, su marido, amigo y cómplice de planes de futuro al que ya estaba predestinada aquel 17 de octubre.
Los cirujanos tuvieron la sangre fría y la pericia de intentar salvar una de las rodillas de Irene. Lo fácil hubiera sido cortar las dos piernas a la misma altura, pero gracias a esa rodilla Irene no sólo volvió a andar, sino que, a los 18 años, sacó a la primera el carnet de conducir, se ha recorrido medio mundo, ha practicado todos los deportes de riesgo que se le han cruzado en el camino, cuelga con orgullo en su casa las medallas conseguidas esquiando y, hace muy pocos meses, entró del brazo de su padre en la iglesia donde le esperaba Juan Pablo, su marido, amigo y cómplice de planes de futuro al que ya estaba predestinada aquel 17 de octubre.
Irene, tenemos dos opciones...
Cuando María Jesús despertó de la anestesia, apenas le importó verse sin brazo y sin pierna. Su obsesión era Irene, pero, como nadie atinaba a responderle, se temió lo peor. El coma de Irene duró tres días y, al despertar, rezó. Estaba viva, tenía familia y quizás con suerte se trataba de un mal sueño. Rezó como acostumbraba a hacerlo cada noche al dar gracias a Dios por jugar al baloncesto, por ir a remar, por las acampadas junto a su hermana.
Su madre siempre ha dicho que, para Irene, todos los días eran el día más feliz de su vida. Un mes después del atentado, madre e hija pudieron darse un abrazo del que todavía no se han separado. Para la hija fue decisivo el razonamiento de la madre: «Irene, tenemos dos opciones. La primera es vivir siempre amargados, sufriendo, maldiciendo a quienes nos han hecho esto y encerrarnos a llorar. La segunda es mirar hacia delante con optimismo para recuperar nuestras vidas».
A partir de ese momento, todo fue distinto. ETA no iba a conseguir que odiaran. Y esto, a pesar de los cerca de 40 quirófanos que todavía tendrían que pasar, del dolor de contemplar las secuelas del sufrimiento que este atentado dejó en su hermana, su padre y su abuelo -los peor parados, porque asistieron a la tragedia sin poder hacer nada-, y de un implante de titanio sólo apto para valientes, que durante tres largos años le dejó como inquilina una bacteria que le originaba un dolor perenne.
Irene Villa y María Jesús González han optado por el perdón. Asegura Irene que, si no hubiera perdonado a los etarras, estaría ligada a ellos toda la vida. Por suerte, lo que está es vacía de rencor, pero llena de ganas de transmitir a quienes han pasado por circunstancias semejantes su apuesta radical por la vida. Por ese motivo, el próximo 17 de octubre habrá fiesta en la casa de Irene y María Jesús.
Este año, toca celebrar los primeros 20 años de su segunda vida. Estarán sus sobrinos, los hijos de su hermana Viri, que son el orgullo de la abuela. Estará la ternura recia de Juan Pablo, brindando en su honor, y estará el agradecimiento de todos los que hemos aprendido a perdonar ¡a pesar de todo! Esta lección de vida es gratis. Feliz cumpleaños.
Su madre siempre ha dicho que, para Irene, todos los días eran el día más feliz de su vida. Un mes después del atentado, madre e hija pudieron darse un abrazo del que todavía no se han separado. Para la hija fue decisivo el razonamiento de la madre: «Irene, tenemos dos opciones. La primera es vivir siempre amargados, sufriendo, maldiciendo a quienes nos han hecho esto y encerrarnos a llorar. La segunda es mirar hacia delante con optimismo para recuperar nuestras vidas».
A partir de ese momento, todo fue distinto. ETA no iba a conseguir que odiaran. Y esto, a pesar de los cerca de 40 quirófanos que todavía tendrían que pasar, del dolor de contemplar las secuelas del sufrimiento que este atentado dejó en su hermana, su padre y su abuelo -los peor parados, porque asistieron a la tragedia sin poder hacer nada-, y de un implante de titanio sólo apto para valientes, que durante tres largos años le dejó como inquilina una bacteria que le originaba un dolor perenne.
Irene Villa y María Jesús González han optado por el perdón. Asegura Irene que, si no hubiera perdonado a los etarras, estaría ligada a ellos toda la vida. Por suerte, lo que está es vacía de rencor, pero llena de ganas de transmitir a quienes han pasado por circunstancias semejantes su apuesta radical por la vida. Por ese motivo, el próximo 17 de octubre habrá fiesta en la casa de Irene y María Jesús.
Este año, toca celebrar los primeros 20 años de su segunda vida. Estarán sus sobrinos, los hijos de su hermana Viri, que son el orgullo de la abuela. Estará la ternura recia de Juan Pablo, brindando en su honor, y estará el agradecimiento de todos los que hemos aprendido a perdonar ¡a pesar de todo! Esta lección de vida es gratis. Feliz cumpleaños.
Eva Fernández en Alfa y Omega
1 comentario:
Que maravilla de testimonio...esta chica Irene, junto con su madre es digna de admirar...un beso...Lo que hace el Poder del perdón!! hace nada mas y nada menos que entrar en la Vida Eterna ya desde este momento!!no hace falta moririse...
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