En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos, y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: «Éste es el Cordero de Dios».
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió, y, al ver que lo seguían, les preguntó: «¿Qué buscáis?»
Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?»
Él les dijo: «Venid y lo veréis».
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día; serían las cuatro de la tarde.
Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)». Y lo llevó a Jesús.
Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)».
Juan 1, 35-42
Hay una hora para el encuentro con Dios. Tal vez lo hemos olvidado un tanto en la catequesis y en la pedagogía religiosa de estos últimos años. La vida cristiana no se sustenta en una colección de ideas ni en un programa de actividades. Ser cristiano no es, en realidad, una opción por un proyecto de vida personal, o por un plan de transformación del mundo. El cristianismo, ciertamente, lleva consigo una decisión moral y una visión del mundo capaz de orientar la acción humana en él. Pero no se reduce ni a una filosofía, ni a una moral, ni a una política. Antes que nuestras ideas y nuestras decisiones, en la raíz de la fe cristiana está el encuentro personal con Dios propiciado por Él.
Serían las cuatro de la tarde. El Evangelio no parte de ninguna idea, ni de ninguna opción. Parte de la hora en que aquellos hombres se encontraron con el Señor. Es conmovedora la memoria del tiempo preciso y del lugar concreto en el que Jesús les enseñó dónde vivía y les abrió las puertas de su vida íntima. Porque ahí, en el encuentro con Él, se halla el origen permanente de la fe. Es cierto: ellos no se estaban quietos; andaban a la búsqueda de Dios; habían escuchado a Juan, figura prototípica de la conciencia religiosa de los pueblos, que sabe de Dios y que lo busca sin descanso. Pero todo habría acabado en eso, sin la invitación de Jesús y sin la aceptación de aquellos primeros discípulos: «Venid y lo veréis… Y se quedaron con Él».
El próximo domingo es ya el segundo del llamado Tiempo ordinario. Los domingos se suceden ahora en una aparente monotonía, sin motivos especiales que celebrar, como era el caso del Adviento y la Navidad, y será el de la Cuaresma o la Pascua. Pero el cristiano no puede vivir sin el domingo. La fe se secaría sin el encuentro personal con el Señor: sin su Palabra escuchada y meditada; sin el alimento de su Cuerpo y de su Sangre; sin el aliento de la asamblea de su pueblo santo, convocada por Él. A la larga, sin el Día del Señor y de la Iglesia, sin el domingo, no es posible la fe.
No es casual que la Iglesia, como buena Madre, se ponga un poco seria y nos diga que estamos obligados a «oír misa entera todos los domingos y fiestas de guardar». Nos va en ello la vida de la fe, de la caridad, de la esperanza. Lo tienen que saber los niños a los que iniciamos en la fe. Lo tienen que ver en la vida de la familia y de la parroquia. Porque no bastan las grandes ideas y la buena voluntad. Es necesario cuidar el detalle para el encuentro con el Señor. Cuando Él nos invita a su casa, es necesario estar preparados para ir y quedarnos con Él.
Sí. El cristiano consciente del don de Dios está pendiente de la hora de la misa dominical. No se puede faltar. Son muchas las facilidades que hoy tenemos para no faltar. A lo mejor son tantas, que hemos perdido la conciencia de la seriedad de la invitación que el Señor nos hace. A su modo, este pasaje del evangelio de San Juan nos lo recuerda.
+ Juan Antonio Martínez Camino
obispo auxiliar de Madrid
obispo auxiliar de Madrid
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