Con la celebración los días 9 al 11 de las III Jornadas Diocesanas de Pastoral, esa buena experiencia, tal vez ha brotado de nuevo la inquietud por evangelizar, por hablar de Dios a quien no le conoce, por declarar el misterio de Jesucristo que acontece continuamente en la Iglesia. Si esa inquietud está en ustedes, no la repriman: la necesita nuestra sociedad y la agradecerán cuantos por sí mismos no puedan avanzar en su búsqueda de sentido de la existencia: ¿Para qué estamos en la tierra? ¿Podemos saberlo y estar apoyados en una certeza? El Catecismo de la Iglesia Católica viene a responder a estas preguntas con una pasmosa afirmación: Dios, en todo tiempo y en todo lugar, se hace cercano al hombre, y le llama y le ayuda a buscarle, a conocerle y amarle con todas sus fuerzas. ¿Cómo, pues, encontramos tan difícil evangelizar, hablar de Dios y que sea aceptado de modo espontáneo por jóvenes y mayores? ¿No hay cada vez más indiferencia y una muy cierta tendencia al ateísmo práctico?
Es posible, pero el creyente debe estar convencido de que estamos en la tierra para conocer y amar a Dios, para hacer el bien según su voluntad y para ir un día al cielo. Sí, estar seguros, no dudar: esta anterior afirmación hace mucho bien la gente y va en contra de la visión que tantos quieren hacerlos aceptar, que es que la vida hay que aprovecharla, vivir al día y divertirse sin más, gozando de «cosas», sin discernir su conveniencia y provecho para mi persona. Ser hombre y mujer quiere decir: venir de Dios e ir hacia Dios. Tenemos un origen que va más allá de nuestros padres, que nos engendraron ciertamente. Venimos de Dios, en quien reside toda la felicidad del cielo y de la tierra. ¿Y no es bueno divertirse? ¿Quién ha dicho tal? Pero una cosa es divertirse y otra es evadirse sin solucionar el problema de mi vida: cómo llegar a la bienaventuranza eterna e ilimitada de Dios a la que estamos llamados y esperados. ¿Cómo creernos que nadie nunca haya experimentado la cercanía de nuestro Creador? Preguntádselo a la gente con la que vivís y os encontráis cada mañana.
Es posible que con frecuencia no hayan experimentado nada en absoluto de ese Creador, pero, ¿nunca? Aunque haya sido así, es el momento de anunciar a esas personas que, para que podamos encontrar el «camino a casa», Dios nos ha enviado a su Hijo, que no ha liberado de aquello que tal vez nunca les hablado nadie en esta sociedad: el pecado personal, que tantas veces no tenemos como tal. No sólo Cristo nos ha librado de ese pecado, sino que nos da la vida verdadera y nos conduce con toda seguridad a ella, pues Jesús es «el camino y la verdad y la vida» (Jn 14,6). No hay que tener miedo a afirmar que Dios nos creó por un amor libre y desinteresado. Cuando un hombre o una mujer aman, su corazón se desborda, y les gustaría compartir su alegría con los demás. ¿De dónde viene este sentimiento? Sin duda de Dios. Por ello, aunque Dios es un misterio, podemos sin embargo pensar en Él de un modo humano, y sentir que Dios nos ha creado justamente a partir de un «desbordamiento» de su amor: quería compartir su alegría infinita con nosotros, que somos criaturas de su amor.
Sí. Lo afirmamos: el hombre es «capaz» de Dios. Es decir, ¿por qué buscamos a Dios? Porque Él ha puesto en nuestro corazón el deseo de buscarle y encontrarle. Esta no es una idea trasnochada: suspiramos porque ese deseo se haga realidad, aunque no lo confesemos. «Quien busca la verdad busca a Dios, sea o no consciente de ello», dijo Edith Stein, antes atea, hoy santa. Enlaza esta mujer, filósofa, con santo Tomás. También con san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en ti».
X Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo
Primado de España
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