El inicio de la segunda lectura de hoy conmueve profundamente. Dice san Pablo dirigiéndose a los efesios: “en el mundo no teníais ni esperanza ni Dios”. ¿Se puede vivir de esa manera? Atendiendo a las estadísticas y a los comentarios que hacen muchas personas, parece que también hoy los hay que viven de esa manera.
El otro día, consultando un foro de internet a propósito de los mineros rescatados en Chile, leí algunos comentarios en los que se quejaban de que se hablara de religión en él. Es un hecho que los mineros eran creyentes, si no todos una mayoría, y que tanto ellos como quienes los rescataron se encomendaron en numerosas ocasiones a Dios. Tenían la esperanza de salir vivos de aquel accidente. Pero esa esperanza se fundaba en otra más grande, la esperanza en Dios, en cuyas manos está el destino de todos los hombres.
En otras situaciones de catástrofe también hay personas que se han encomendado al Señor y que quizás, finalmente no han salvado su vida. Pero ello no significa que hubieran perdido la esperanza. Simplemente se ponía, también en esa situación obscura y difícil en manos de Dios. No era ese instante ni esa circunstancia, sino toda la vida.
San Pablo dice también que lo que nos llena de esperanza es Jesucristo. Él nos ha reconciliado con Dios por su muerte en la cruz y nos ha traído la paz. La reconciliación de que habla el apóstol es la más grande que puede darse. No se trata sólo de estar en armonía con nosotros mismos, con los demás y con el entorno, sino de un vínculo con Dios. Es ese vínculo el que nos da la paz, la verdadera tranquilidad y sosiego del alma.
Lo que Jesús ha vencido con su muerte en la cruz es el odio. Y eso nos permite, dice el apóstol, acercarnos a Dios Padre. Si miramos nuestro corazón descubrimos que odiamos muchas cosas. A veces incluso nos odiamos a nosotros mismos. Nace ese sentimiento del hecho de no aceptarnos, de no haber vencido el pecado que hay en nosotros. Y ello engendra la desesperanza. Jesús, al vencer el pecado, nos permite vivir en armonía con todos y también engendra una nueva fraternidad. De ella se nos habla al final del texto señalando la existencia de la Iglesia.
La Iglesia es la nueva casa del hombre, construida teniendo a Jesucristo como piedra angular. Es característico de la Iglesia que todos sus miembros tengan en su interior a Dios. Cada uno es integrado en ella y es, al mismo tiempo morada de Dios. Eso lo hace posible el Espíritu Santo. En muchas personas vemos el deseo de una humanidad nueva, en la que todo sea paz y reconciliación. Esa humanidad nueva es la que nos ofrece la redención obrada por Jesucristo. La Iglesia constituye la verdadera reconciliación entre los hombres. En ella nos unimos todos por los vínculos del amor a Dios y a los hermanos. En ella encontramos la verdadera paz. Por eso la Iglesia es el lugar donde continuamente se reaviva nuestra esperanza. A diario podemos, en ella, redescubrir los motivos para vivir con alegría. En ella, cada día, se actualiza el sacrificio salvador de Jesucristo a favor de todos los hombres. Y también en ella se nos da la fuerza para ser en el mundo artífices de la paz y portadores de esperanza.
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