sábado, 16 de octubre de 2010

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO

EvangelioLucas 18, 1 


En aquel tiempo, Jesús, para explicar a los discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola:

«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: Hazme justicia frente a mi adversario. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esa viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara».

Y el Señor respondió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»

Proclamamos un precioso texto de san Lucas sobre la oración y la confianza para acudir a Dios, por medio de una sencilla parábola, la del juez inicuo y la viuda. Preparaos para saber que Dios siempre hace justicia a los que acuden a Él, para pasar por la puerta que nos ha abierto Jesucristo: escuchar al Padre, dialogar con Él, presentarle las necesidades. En los domingos anteriores pudimos ver la importancia de la fe para acercarse a Dios y cómo Él nos la da gratuitamente; le decimos que creemos, pero que aumente nuestra fe, porque sólo desde la fe podremos reconocer su amor de Padre y su misericordia. A ese propósito, os regalo unas palabras de la primera encíclica del Papa Benedicto XVI, donde nos dice que «la fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo, y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo, transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él...» ¡Qué bendición más hermosa es el don de fe!


Lo asombroso, una vez escuchado el Evangelio, es que vamos a salir con seguridad, sabiendo que Dios atiende siempre las súplicas que le hacemos: «Si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha y lo salva de sus angustias», dice el salmo 33; lo mismo que se lee este próximo domingo: «Pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?» El sentido de su Palabra es directo, se nos pide creer en el valor de la oración. En su segunda encíclica, el sabio Papa Benedicto XVI, al explicar que la oración es un signo de esperanza, dice: «Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme -cuando se trata de una necesidad o de una expectativa que supera la capacidad humana de esperar-, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la extrema soledad..., sé que el que reza nunca está totalmente solo». ¡Qué maravilla poder creer para escucharle y hablar con el que sabes que te ama!

Una vida seria de fe y compromiso exige la oración, no es posible sin oración. También es verdad que una vida intensa de oración lleva necesariamente a una vida seria de compromiso cristiano. Jesús mismo nos pide que oremos: «Orad»; «Pedid en mi nombre», incluso nos enseñó un modelo de oración, el Padrenuestro. Os aseguro que me ha impresionado la última pregunta en labios del Señor: «Cuándo venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» Pero ¡si en nuestra cultura se le quiere echar a Dios!... Ya veis la responsabilidad que tenemos los católicos en este tiempo de gracia.

+ José Manuel Lorca Planes

obispo de Cartagena

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