domingo, 9 de marzo de 2014

DOMINGO I DE CUARESMA

Evangelio
En aquel tiempo, Jesús fue llevado al desierto por el Espíritu para ser tentado por el diablo. Y después de ayunar cuarenta días con sus cuarenta noches, al final sintió hambre. Y el tentador se le acercó y le dijo:
«Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes».
Pero Él le contestó diciendo:
«Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios».
Entonces el diablo lo lleva a la Ciudad Santa, lo pone en el alero del templo y le dice:
«Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: Encargará a los ángeles que cuiden de ti y te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras».
Jesús le dijo:
«También está escrito: No tentarás al Señor, tu Dios».
Después el diablo lo lleva a una montaña altísima y, mostrándole todos los reinos del mundo y su esplendor, le dijo:
«Todo esto te daré, si te postras y me adoras».
Entonces le dijo Jesús:
«Vete, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a Él sólo darás culto».
Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y le servían.
Mateo 4, 1-11

Comenzamos el camino cuaresmal. El relato que nos propone el evangelio de las tentaciones de Jesús resuena siempre en el inicio de este tiempo de gracia. Jesús es llevado al desierto por el Espíritu, el mismo que, en el evangelio de San Mateo, acaba de descender sobre Él en el Jordán. Es el momento de confirmar su misión mesiánica conforme a la voluntad del Padre. Cristo es el Ungido, el Mesías, el que tiene que salvar al mundo.
El Padre también se ha fijado en cada uno de nosotros llamándonos y confiándonos una misión por el Bautismo. Éste nos introduce en la Iglesia y, a semejanza de Cristo, tenemos que ser sacerdotes, profetas y reyes.
Es decir: debemos vivir con intensidad, celebrando la fe y la vida, y participando en los sacramentos de la Iglesia; tenemos que anunciar el Evangelio con el testimonio de nuestra vida, a tiempo y a destiempo, cuando somos acogidos con cariño o se nos recibe como un signo de contradicción; y nos comprometemos a mantener una actitud de servicio constante, descubriendo en los hermanos, especialmente en los pobres y en los que sufren, el rostro mismo de Dios. En el trascurrir de nuestra existencia, cada uno va tomando conciencia de su misión y, lo que es más importante, de su fidelidad a la misma.
Es lo que le ocurre al Señor en este Evangelio. Es conducido al desierto y allí debe librar la primera batalla de una guerra que se prolongará hasta la Cruz: las tentaciones. Es tentado, sí. La pretensión del diablo es clara: Dios debe quedar de lado. Es algo ilusorio, molesto, e intenta imponernos lo que es bueno o malo. Con ese objetivo, el tentador adopta una careta o apariencia de bondad moral, finge mostrarnos el bien, con la pretensión de realismo frente a lo ilusorio (Dios y su voluntad). Lo real es el pan y el poder.
Cada uno de nosotros también vemos probada nuestra misión. Las tentaciones aparecen también en el desierto de nuestro devenir. Y, ciertamente, no siempre somos capaces de superarlas. Al contrario, en ocasiones dialogamos con ellas y damos por bueno lo que éstas nos proponen. La Cuaresma es un tiempo propicio para abrir nuestro corazón y adentrarnos en él de la mano de la sinceridad. Aquello que nos impide avanzar al encuentro del rostro de Dios y de su amor, y de estar al servicio de los hermanos, como Cristo, debemos rechazarlo. Para ello, recibíamos el pasado miércoles, al imponérsenos la ceniza, la incisiva propuesta recogida en el Sermón de la Montaña. Con sus palabras, Jesús nos invitaba, entonces y ahora, y especialmente en Cuaresma, a practicar el ayuno, la limosna y la oración como camino que nos adentra en la intimidad del Padre, para reafirmarnos en nuestra fe y prepararnos para «enriquecer a otros con nuestra pobreza» (Francisco, Mensaje para la Cuaresma 2014).
El desierto del Evangelio aparece como contrapunto al paraíso del Génesis. En el combate del desierto, vence Jesús a aquel que había vencido al hombre en el paraíso. Ésa es nuestra confianza. Iniciamos nuestra particular travesía durante cuarenta días para vivir plenamente la grandeza del acontecimiento de la Resurrección, donde Jesús vence definitivamente al pecado. Para ello debemos dejar atrás todo lo que nos incapacita para acogerlo.
+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín

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