sábado, 8 de junio de 2013

DOMINGO X DEL TIEMPO ORDINARIO

Evangelio
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con Él sus discípulos y mucho gentío. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo:
«No llores».
Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo:
«¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!»
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo:
«Un gran Profeta ha surgido entre nosotros»; y «Dios ha visitado a su pueblo».
Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.
Lucas 7, 11-17


Jesús no pasa de largo ante quien llora. En esta ocasión, se trata de una mujer, ya viuda, que acaba de perder a su hijo único. El evangelista apenas nos ofrece datos de la madre o del hijo, se limita a relatar un encuentro. De una parte, Jesús en camino, acompañado de los discípulos y de mucho gentío; de otra, la madre viuda con el hijo muerto, acompañada también de un considerable gentío. En un momento, ambos cortejos se encuentran. Están cerca de la ciudad de Naím. Ignoramos si hubo palabras o gestos previos. Fueron suficientes una mirada, la de Cristo, y unas lágrimas, las de la madre. Después llegó lo demás: Jesús habla a la madre y al hijo. De ella recoge el llanto; para él tiene palabras que le devuelven la vida. El hijo renacido es devuelto a la madre y los dos cortejos se unen para dar gloria a Dios con una sola voz. En la mirada compasiva de Jesús reconocemos la fuerza admirable de las lágrimas.
Cuando la Iglesia retoma a través de la Liturgia el ritmo de los domingos del Tiempo ordinario, Jesús nos sorprende en este Evangelio invitándonos a aprender de su mirada y a no pasar nunca de largo ante quien llora. Apenas dos días antes, la misma Liturgia nos brinda la oportunidad de celebrar el misterio insondable del amor de Dios tal como se nos ha revelado en el Sagrado Corazón de Jesús. Mansedumbre y humildad son las dos grandes lecciones que el mismo Jesucristo nos pide aprender en la escuela de su Corazón. Y ahora ambas virtudes las vemos en ejercicio. Jesús manso se acerca a quien llora la pérdida del hijo único. Jesús humilde se inclina para recoger las lágrimas de una madre que no halla consuelo. La compasión de Jesús devuelve la vida al hijo y trae sosiego a la madre. En el Corazón manso de Jesús caben nuestras lágrimas y desconsuelos. Bien lo sabe Él; por eso, se deja encontrar, para que aceptemos el toque suave de su mirada y el vigor consolador de su palabra. Enseñanza importante para quien llora y para quien ve llorar.
Para quien llora es fundamental saber que el llanto que nace del corazón que ama con corazón de madre nunca cae en el olvido. Bien lo sabía san Juan de Ávila cuando aconsejaba al recién nombrado arzobispo de Granada, Pedro Guerrero, ser mendigo delante del Señor, a fin de que le concediese lágrimas en favor de sus fieles, «pues, como a Cristo costaron sangre las almas, han de costar al prelado lágrimas». O san Gregorio Nacianceno, cuando, al final de sus días, aspiraba a no dejar a la Iglesia más herencia que sus lágrimas. O san Ambrosio de Milán, cuando consolaba a santa Mónica que lloraba por su hijo alejado del Señor, recordándole que es imposible que se pierda hijo de tantas lágrimas. O este hijo, san Agustín, ya vuelto al Señor, quien reconocía que las lágrimas de la conversión le hacían mucho bien.
Para quien ve llorar es vital no apartar la mirada, hacer propios los sentimientos de Cristo, recoger las lágrimas en el odre de la propia vida, acompañar en silencio y hablar sólo para entregar a los demás la palabra compasiva que hemos recibido del Señor. En la palabra de Cristo está la posibilidad de devolver la vida; en su mirada, la guía segura para orientar nuestros pasos en este mundo. En el camino de la vida, Jesús sale a nuestro encuentro para mirarnos y recordarnos la fuerza de las lágrimas.
+ José Rico Pavés
obispo auxiliar de Getafe

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