Esperar al Señor que ha de venir es el tema principal del santo tiempo de Adviento que precede a la gran fiesta de Navidad. La liturgia de este período está llena de deseos de la venida del Salvador y recoge los sentimientos de expectación, que empezaron en el momento mismo de la caída de nuestros primeros padres. En aquella ocasión Dios anunció la venida de un Salvador. La humanidad estuvo desde entonces pendiente de esta promesa y adquiere este tema tal importancia que la concreción religiosa del pueblo de Israel se reduce en uno de sus puntos principales a esta espera del Señor. Esperaban los patriarcas, los profetas, los reyes y los justos, todas las almas buenas del Antiguo Testamento. De este ambiente de expectación toma la Iglesia las expresiones anhelantes, vivas y adecuadas para la preparación del misterio de la "nueva Natividad" del salvador Jesús.
En el punto culminante de esta expectación se halla la Santísima Virgen María. Todas aquellas esperanzas culminan en Ella, la que fue elegida entre todas las mujeres para formar en su seno el verdadero Hijo de Dios.
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Evangelio
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera:
La madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero apenas había tomado esta resolución se le apareció en sueños un ángel del Señor, que le dijo:
«José hijo de David, no temas llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados».
Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el profeta: «Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa Dios con nosotros)».
Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y se llevó a casa a su mujer.
Mateo 1, 18-24
Hay algo que une las tres lecturas de este domingo: en cada una se habla de un nacimiento: «He aquí que una Virgen está encinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, Dios-con-nosotros» (I lectura); «Jesucristo... nacido de la estirpe de David, según la carne» (II lectura); «El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera...» (Evangelio). ¡Podríamos llamarlo «domingo de los nacimientos»!
Es inevitable plantearse inmediatamente la pregunta: ¿por qué nacen tan pocos niños en Italia y en otros países occidentales? El principal motivo de la escasez de nacimientos no es de tipo económico. Los nacimientos deberían aumentar a medida que se camina hacia las franjas más elevadas de la sociedad, o según se va del Sur al Norte del mundo, y en cambio sabemos que ocurre exactamente lo contrario.
El motivo es más profundo: es la falta de esperanza, con lo que implica: confianza en el futuro, impulso vital, creatividad, poesía y alegría de vivir. Si casarse es siempre un acto de fe, traer al mundo un hijo es siempre una acto de esperanza. Nada se hace en el mundo sin esperanza. Necesitamos de la esperanza como del aire para respirar. Cuando una persona está a punto de desmayarse, se grita a quienes están cerca: «¡Dadle aire!». Lo mismo se debería hacer con quién está a punto de dejarse ir, de rendirse ante la vida: «¡Dadle un motivo de esperanza!». Cuando en una situación humana renace la esperanza, todo parece distinto, aunque nada, de hecho, haya cambiado. La esperanza es una fuerza primordial. Literalmente hace milagros.
El Evangelio tiene algo esencial que ofrecer a nuestra gente, en este momento de la historia: la Esperanza con mayúsculas, virtud teologal, o sea, que tiene por autor y garante a Dios mismo. La esperanzas terrenas (casa, trabajo, salud, el éxito de los hijos...), aunque se realicen, inexorablemente desilusionan si no hay algo más profundo que las sustente y las eleve. Miremos lo que sucede con la tela de araña; es una obra de arte, perfecta en su simetría, elasticidad, funcionalidad, tensa desde todos los puntos por hilos que tiran de ella horizontalmente. Se sujeta en el centro por un hilo desde arriba, el hilo que la araña ha tejido descendiendo. Si uno desprende uno de los filamentos laterales, la araña sale, lo repara rápidamente y vuelve a su sitio. Pero si se rompe ese hilo de lo alto, todo se distiende. La araña sabe que no hay nada que hacer y se aleja. La Esperanza teologal es el hilo de lo alto en nuestra vida, lo que sustenta toda la trama de nuestras esperanzas.
En este momento en que sentimos tan fuerte la necesidad de esperanza, la fiesta de Navidad puede representar la ocasión para una inversión de marcha. Recordemos lo que dijo un día Jesús: «Quien recibe a un niño en mi nombre, a mí me recibe». Esto vale para quien acoge a un niño pobre y abandonado, para quien adopta o alimenta a un niño del Tercer Mundo; pero vale sobre todo para los padres cristianos que, amándose, en fe esperanza, se abren a una nueva vida. Muchas parejas que, cuando se anunció el embarazo, se han visto por un momento llenas de confusión, estoy seguro de que sentirán que pueden hacer propias las palabras de la profecía navideña de Isaías: «¡Acrecentaste el gozo, hiciste grande la alegría, porque un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado!».
P. Raniero Cantalamessa
1 comentario:
Me ha ocurrido una cosa. No sé porqué pero hoy he encontrado el nombre de la Virgen de la Esperanza precioso.
¡Cómo se sirve Dios de cualquier cosa para penetrar mejor en sus misterios!
Feliz domingo
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