Un día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vamos a la otra orilla».
Dejando a la gente, se lo llevaron en la barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó un fuerte huracán, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba a popa, dormido sobre un almohadón. Lo despertaron, diciéndole:
«Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?»
Se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago:
«¡Silencio, cállate!»
El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo:
«¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?»
Se quedaron espantados y se decían unos a otros:
«¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!»
Marcos 4, 35-40
La escena de la barca golpeada por el viento y el oleaje se convirtió desde bien pronto en una imagen descriptiva de la situación de la Iglesia en la Historia. Por ejemplo, san Bonifacio, el intrépido evangelizador de Alemania, mártir en el siglo VIII, exhortaba a los pastores a que no abandonasen a la Iglesia y a que la gobernasen, porque ella es como una gran nave que navega por el mar de este mundo batida por las olas de muchas tentaciones.
Es verdad que hay tiempos y lugares en los que las fuerzas de los elementos parecen desatarse con más furia contra la nave. Son las épocas de persecuciones como las sufridas por los cristianos bajo el Imperio Romano, el dominio musulmán, los totalitarismos del siglo XX o, de nuevo, en nuestros días, a causa del islamismo político. Entonces se plantea la decisión suprema de aceptar el don del martirio de sangre. Siempre ha habido lugares donde los cristianos han sido perseguidos de modo brutal.
Pero no debemos engañarnos. Como escribía el cardenal Bergoglio, hoy Papa Francisco, «la situación de persecución es normal en la existencia cristiana» en todos los tiempos y lugares. El huracán nunca amaina. A veces, causa víctimas mortales y grandes destrozos materiales. En muchas otras ocasiones, sus efectos son menos perceptibles a simple vista y a corto plazo, pero su labor destructiva ha penetrado en las almas y las ruinas humanas y espirituales que ocasiona son mucho más devastadoras que las catástrofes de fuego y sangre.
Hoy, la Iglesia sufre ambos tipos de persecución. En unos lugares, los cristianos tienen que elegir entre el destierro, el despojo de todos sus bienes o la muerte. En otros, jóvenes y mayores sufren un bombardeo espiritual permanente a través de la televisión, las redes sociales y la presión ambiental en sus lugares de estudio, trabajo o esparcimiento. Es un fuerte huracán. Como el desatado en el mar de Galilea.
«Os perseguirán», nos advirtió el Salvador. No nos llamamos a engaño. Está en marcha la lucha entre la vida y la muerte; el amor y el odio; la luz y las tinieblas; el bien y el mal. Una de las armas más formidables del perseguidor es hacernos creer que no hay tal: que ya han pasado los tiempos de los combates; que ahora vivimos la era dorada de la tolerancia y del diálogo universales. Quien sucumbe a este engaño, puede dar por perdida la batalla de la fe. Acabará muy probablemente como abanderado de la falsa tolerancia y de los diálogos de sordos en favor de una vida sin sentido, sin meta, sin fe.
Jesús hizo el milagro de parar el huracán. ¿Por qué no lo repite también hoy? Puede hacerlo, si lo pedimos con fe. Pero aquellos pobres pescadores aterrorizados, más que fe lo que tenían era miedo. Y Jesús hizo el milagro para demostrarles precisamente que les faltaba fe, que no se fiaban del poder de Dios, que, en definitiva, eran –como les dice sin rebozos– unos cobardes.
Señor, ayuda a tu Iglesia en la persecución. Que tu Espíritu aliente la fe que serena el corazón en la humildad e ilumina la inteligencia con la luz de la sabiduría espiritual.
+ Juan Antonio Martínez Camino
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