domingo, 27 de abril de 2014

DOMINGO II DE PASCUA, DOMINGO DE LA DIVINA MISERICORDIA

«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.» Comprendo perfectamente a Tomás, el Mellizo. Seguro que era uno de los más fervientes apóstoles de Cristo. No se enteraba de nada, pero se haría sus “castillos en el aire” sobre el Reino de Dios. Mentalmente ya habría distribuido cargos, prebendas entre los fieles y castigos a los que les habían despreciado durante el tiempo que caminó, a las duras y a las maduras, con Jesús. Esperaba tanto, según su entender, que la cruz fue para él un verdadero escándalo. No le bastaba el testimonio de otros, tenía que ver, que tocar, que humillarse. A la vez que sentía la muerte de todas sus esperanzas sabía que algo en su interior le decía que había algo más, que Jesús no podía defraudarle, por eso se queda con los discípulos, aunque fuese con las puertas cerradas.

Entonces aparece Jesús y Tomás ya está con ellos. En un momento tiene que hacer una tarea que a otros nos cuesta años y creo que todavía no lo hemos conseguido. En un instante, al encontrarse con el crucificado resucitado cambia toda su vida, sus prioridades, sus planteamientos, sus certezas y reconoce a aquel que es «¡Señor mío y Dios mío!». Puede parecer fácil teniendo a Cristo delante, pero recordemos que ya el Señor había dicho que algunos no creerán aunque resucitase un muerto. No es sólo ver a Cristo resucitado. Tomás, de un plumazo, expulsa de sí sus dudas, su postura escéptica, su pose de “hombre realista y sensato” que habría mantenido ante los apóstoles y, al liberarse de todo ello, se llena de la paz de Dios y puede mirar a Jesús con los ojos del hombre nuevo.
«Paz a vosotros.» Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.

Jesús repitió: -«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.» Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: -«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.» Termina la octava de Pascua, aún nos quedan 42 días de tiempo pascual. Si aún no hemos cambiado nuestro corazón y nuestra mirada tendremos que recurrir a una buena confesión para desatar todo lo que nos une al hombre viejo y reconociendo a nuestro Dios y Señor dar un paso, aunque sea pequeño, hacia la meta. Entonces descubriremos que la santidad, la nueva vida en Cristo, no es algo inalcanzable sino que está mucho más cerca de lo que nuestros miedos nos indican.
Cómo miraría la Virgen a Tomás, cómo le sonreiría y alentaría para que supiese esperar. Así hace con nosotros para que tengamos vida.

Comentario a la liturgia del día en www.archimadrid.org

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HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA CANONIZACIÓN DE S. JUAN PABLO II Y S. JUAN XXIII

En el centro de este domingo, con el que se termina la octava de pascua, y que Juan Pablo II quiso dedicar a la Divina Misericordia, están las llagas gloriosas de Cristo resucitado.
Él ya las enseñó la primera vez que se apareció a los apóstoles la misma tarde del primer día de la semana, el día de la resurrección. Pero Tomás aquella tarde, lo hemos escuchado, no estaba; y, cuando los demás le dijeron que habían visto al Señor, respondió que, mientras no viera y tocara aquellas llagas, no lo creería. Ocho días después, Jesús se apareció de nuevo en el cenáculo, en medio de los discípulos, y Tomás también estaba; se dirigió a él y lo invitó a tocar sus llagas. Y entonces, aquel hombre sincero, aquel hombre acostumbrado a comprobar personalmente las cosas, se arrodilló delante de Jesús y dijo: «Señor mío y Dios mío».
Las llagas de Jesús son un escándalo para la fe, pero son también la comprobación de la fe. Por eso, en el cuerpo de Cristo resucitado las llagas no desaparecen, permanecen, porque aquellas llagas son el signo permanente del amor de Dios por nosotros, y son indispensables para creer en Dios. No para creer que Dios existe, sino para creer que Dios es amor, misericordia, fidelidad. San Pedro, citando a Isaías, escribe a los cristianos: «Sus heridas nos han curado».
Juan XXIII y Juan Pablo II tuvieron el valor de mirar las heridas de Jesús, de tocar sus manos llagadas y su costado traspasado. No se avergonzaron de la carne de Cristo, no se escandalizaron de él, de su cruz; no se avergonzaron de la carne del hermano, porque en cada persona que sufría veían a Jesús. Fueron dos hombres valerosos, llenos de la parresia del Espíritu Santo, y dieron testimonio ante la Iglesia y el mundo de la bondad de Dios, de su misericordia.
Fueron sacerdotes, obispos y papas del siglo XX. Conocieron sus tragedias, pero no se abrumaron. En ellos, Dios fue más fuerte; fue más fuerte la fe en Jesucristo Redentor del hombre y Señor de la historia; en ellos fue más fuerte la misericordia de Dios que se manifiesta en estas cinco llagas; más fuerte la cercanía materna de María.
En estos dos hombres contemplativos de las llagas de Cristo y testigos de su misericordia había «una esperanza viva», junto a un «gozo inefable y radiante». La esperanza y el gozo que Cristo resucitado da a sus discípulos, y de los que nada ni nadie les podrá privar. La esperanza y el gozo pascual, purificados en el crisol de la humillación, del vaciamiento, de la cercanía a los pecadores hasta el extremo, hasta la náusea a causa de la amargura de aquel cáliz. Ésta es la esperanza y el gozo que los dos papas santos recibieron como un don del Señor resucitado, y que a su vez dieron abundantemente al Pueblo de Dios, recibiendo de él un reconocimiento eterno.
Esta esperanza y esta alegría se respiraba en la primera comunidad de los creyentes, en Jerusalén, como se nos narra en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la segunda lectura. Es una comunidad en la que se vive la esencia del Evangelio, esto es, el amor, la misericordia, con simplicidad y fraternidad.
Y ésta es la imagen de la Iglesia que el Concilio Vaticano II tuvo ante sí. Juan XXIII y Juan Pablo II colaboraron con el Espíritu Santo para restaurar y actualizar la Iglesia según su fisionomía originaria, la fisionomía que le dieron los santos a lo largo de los siglos. No olvidemos que son precisamente los santos quienes llevan adelante y hacen crecer la Iglesia. En la convocatoria del Concilio, san Juan XXIII demostró una delicada docilidad al Espíritu Santo, se dejó conducir y fue para la Iglesia un pastor, un guía-guiado, guidada por el Espíritu Santo. Éste fue su gran servicio a la Iglesia y por eso me gusta pensar en él como el Papa de la docilidad al Espíritu.
En este servicio al Pueblo de Dios, Juan Pablo II fue el Papa de la familia. Él mismo, una vez, dijo que así le habría gustado ser recordado, como el Papa de la familia. Me gusta subrayarlo ahora que estamos viviendo un camino sinodal sobre la familia y con las familias, un camino que él, desde el Cielo, ciertamente acompaña y sostiene.
Que estos dos nuevos santos pastores del Pueblo de Dios intercedan por la Iglesia, para que, durante estos dos años de camino sinodal, sea dócil al Espíritu Santo en el servicio pastoral a la familia. Que ambos nos enseñen a no escandalizarnos de las llagas de Cristo, a adentrarnos en el misterio de la misericordia divina que siempre espera, siempre perdona, porque siempre ama.

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