sábado, 26 de junio de 2010

SANTA JULIA Y EL SECRETO DE LA FELICIDAD


Julia Brillart. Vivió tiempos duros. Nació en Cuvilly, pueblo del norte de Francia. Tenía 38 años cuando estalló la Revolución Francesa y desde hacía 16 era una inválida sin recursos.
Poco sabemos de su familia salvo que era hija de un tendero y que quería mucho a sus padres. Cuando el negocio de la familia quebró tras un robo, la joven Julia trabajó como buhonera y en el campo. Los infortunios de la familia continuaron. Alguien disparó sobre su padre a través de la ventana de la cabaña en que vivían y ella sufrió una parálisis nerviosa que la dejó inválida a los 20 años. En 1794 conoce a la que será su inseparable compañera de aventuras apostólicas: Françoise Blin de Bourdon. Durante los diez años siguientes las dos mujeres se dedican a enseñar catecismo.
En 1804 se forma la primera comunidad de Hermanas de Nuestra Señora. En Junio del mismo año Julia Billiart cura de su parálisis tras una novena al Sagrado Corazón. De inmediato comienza su trabajo misionero. Las Hermanas de Nuestra Señora abren colegios para pobres, las vocaciones se multiplican y en muchos lugares reclaman su presencia.
Billiart había aprendido mucho durante los largos años que pasó dependiendo de los demás e incapacitada. Era por naturaleza enérgica, decidida y animosa. Aprendió a ser paciente, desde luego. Pero algo más: a confiar sólo en Dios. En una época en que el temor campeaba aún por los campos de la espiritualidad católica, aprendió que Dios era bondad. Una de sus antiguas alumnas recordaba, ya anciana: «Me parece todavía oírle decir con esa su voz, tan clara, pura y también firme: "Hijitas, sólo existe un pecado que abre las puertas del infierno: desconfiar de Dios"». Su felicidad consistía en que sus hermanas crecieran en sencillez y confianza en Dios y que disfrutaran de la misma libertad interior de que ella gozaba.
Fue una gran maestra y demostró que el «feminismo» bien entendido ya viene de lejos y nació en la Iglesia. A la esposa de un alcalde que deseaba clases de baile para su hija le contestó con firmeza: «Señora, muestro objetivo es educar mujeres católicas capaces de formar familias y llevarlas adelante: mujeres que entiendan de negocios, que puedan leer; escribir, llevar las cuentas, hablar corno personas cultas y que no se avergüencen de trabajar: Educamos especialmente para que sean virtuosas: todo lo que pase de estos límites no forma parte de muestra tarea».
Mientras fallecía en Bélgica en 1816 sus religiosas se sorprendieron de oírle cantar suavemente el Magnificat. Años antes había resumido así su vida: «Qué dulce es ser del todo de Dios, porque si solo lo fuéramos a medias, sería una vida muy triste».

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