domingo, 26 de octubre de 2014

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

Evangelio
En aquel tiempo, los fariseos, al oír que había hecho callar a los saduceos, se acercaron a Jesús, y uno de ellos le preguntó para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?»
Él dijo:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los Profetas».
Mateo 22, 34-40

Los fariseos se acercan a Jesús con una pregunta de respuesta casi evidente: ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley? La contestación podría darla cualquier niño de nuestras parroquias que asistiese a la catequesis: Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Sin embargo, los que cuestionan al Señor, lo hacen desde el conocimiento de que los judíos contaban nada menos que con seiscientos trece mandamientos. Y se preguntaban: ¿Todos tienen el mismo valor?, o ¿hay algunos que son más importantes que otros?
La respuesta de Jesús establece una prioridad, una jerarquía a la hora de vivir conforme al deseo del corazón de Dios, que sigue interpelando al creyente de hoy. En primer lugar, nos exige revisar si nuestra relación con Dios es todo lo profunda que este mandamiento reclama. Es decir, si el amor a Dios nos lleva a amar, de verdad, lo que Él ama. Muchas veces nos conformamos con querer amar a Dios en abstracto y no nos preocupamos por amar su querer. Eso entraña el peligro de que no pongamos excesiva atención en sus mandamientos, que nos ayudan a concretar, como nos muestra la primera lectura de la Misa de hoy, y nos conformemos con asentir teóricamente a su propuesta amorosa. El resultado podría ser un tanto decepcionante: podemos no estar amando de veras a Dios, que quiere que amemos su querer.
La grandeza del amor a Dios y a los hermanos, que Jesús propondrá como contenido fundamental del mandamiento nuevo, nos introduce en el misterio mismo de lo que el amor significa. Por un lado, nos ayuda a descubrir la esencia misma de lo que Dios es: amor (véase 1 Jn 4, 8). Por otro, nos ayuda a descubrir que en el amor al prójimo, amándole como a mí mismo, podemos encontrarnos con nosotros mismos y comprendernos plenamente. El Papa san Juan Pablo II lo expresará con gran claridad: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente» (Redemptor hominis, 10). Esa relación de amor y correspondencia del hombre con Dios se convierte en camino de vida y vocación auténtica para el hombre de todos los tiempos: «Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y, consiguientemente, la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión. El amor es, por tanto, la vocación fundamental e innata de todo ser humano» (Familiaris consortio, 11).
Dios nos llamó a la existencia por amor y nos llama a amar. Ésa es la tarea fundamental del hombre y la única que verdaderamente puede dar sentido a nuestra vida. Amar a Dios y a los hombres, dos retos que plasman muy bien el querer de Dios y que se convierten para nosotros en prioridad para nuestra vida cristiana. ¡Ése es el principal de todos los mandamientos!
+ Carlos Escribano Subías
obispo de Teruel y Albarracín

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