Evangelio
En aquel tiempo se le acerca a Jesús un leproso, suplicándole de rodillas:
«Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo:
«Quiero: queda limpio».
La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así, acudían a Él de todas partes.
«Si quieres, puedes limpiarme».
Compadecido, extendió la mano y lo tocó diciendo:
«Quiero: queda limpio».
La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente:
«No se lo digas a nadie; pero, para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés».
Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en lugares solitarios; y aun así, acudían a Él de todas partes.
Marcos 1, 40-45
Erradicar la exclusión social parece ser uno de los objetivos de nuestra sociedad actual. Si rastreamos un poco en los medios de comunicación o en Internet, descubriremos cómo las diferentes Administraciones y los organismos más variados se aplican a esta tarea, a través de programas, redes, observatorios, planes de acción, planes de educación para luchar contra la exclusión social. Incluso el año 2010 fue el Año Europeo de lucha contra la pobreza y la exclusión social.
Esta sensibilidad para evitar las marginaciones no era precisamente una característica de la época de Jesús. Al contrario, tenían lugar diferentes tipos de exclusiones, de la cual la más terrible era la producida por la lepra, una enfermedad espantosa que no tenía remedio. Los leprosos eran obligados a vivir separados de los demás, en el desierto, en lugares alejados, en los cementerios, hasta que la enfermedad consumía totalmente su organismo. Nadie se acercaba a ellos por miedo al contagio. De ahí que la lepra entrañaba el dolor físico, y también el dolor moral, la segregación social, la exclusión de la comunidad de los creyentes; incluso llegaba a comportar la idea de que Dios les estaba castigando así a causa de sus pecados. Por eso, este encuentro del Señor con el leproso y su posterior curación contiene una fuerza y una emotividad que para nosotros es difícil de imaginar. A pesar de que no podían acercarse a los lugares habitados, este leproso se arriesga y llega hasta Jesús rompiendo todas las precauciones y protocolos. Y de rodillas, con el corazón dolorido por una existencia tan terrible y a la vez con una fe viva en aquel joven Maestro que se compadece de los que sufren y cura a los enfermos, le suplica: «Señor, si tú lo quieres, puedes limpiarme». Con su gesto y sus palabras, ha demostrado no poca fe en Jesús, que extiende su mano, le toca y le dice: «Quiero; queda limpio». Y, al instante, le desaparece la lepra y queda limpio. Una respuesta de compasión y amor ante la persona que sufre.
La curación del leproso tiene un efecto múltiple en su vida. Jesús le ha devuelto la salud física, ha cerrado las heridas de su corazón, lo ha reintegrado a la sociedad y a la comunidad de creyentes, ha recompuesto también su relación con Dios. Este milagro es signo de la misión de Jesús salvador respecto a todos los hombres. La respuesta por nuestra parte es una fe confiada que pide al Señor la curación del pecado y de todos los males, y la fuerza para luchar contra el mal implantando su Reino en la tierra. Como nos recuerda el Santo Padre Benedicto XVI, en la Carta apostólica Porta fidei, es necesario «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo».
Esta sensibilidad para evitar las marginaciones no era precisamente una característica de la época de Jesús. Al contrario, tenían lugar diferentes tipos de exclusiones, de la cual la más terrible era la producida por la lepra, una enfermedad espantosa que no tenía remedio. Los leprosos eran obligados a vivir separados de los demás, en el desierto, en lugares alejados, en los cementerios, hasta que la enfermedad consumía totalmente su organismo. Nadie se acercaba a ellos por miedo al contagio. De ahí que la lepra entrañaba el dolor físico, y también el dolor moral, la segregación social, la exclusión de la comunidad de los creyentes; incluso llegaba a comportar la idea de que Dios les estaba castigando así a causa de sus pecados. Por eso, este encuentro del Señor con el leproso y su posterior curación contiene una fuerza y una emotividad que para nosotros es difícil de imaginar. A pesar de que no podían acercarse a los lugares habitados, este leproso se arriesga y llega hasta Jesús rompiendo todas las precauciones y protocolos. Y de rodillas, con el corazón dolorido por una existencia tan terrible y a la vez con una fe viva en aquel joven Maestro que se compadece de los que sufren y cura a los enfermos, le suplica: «Señor, si tú lo quieres, puedes limpiarme». Con su gesto y sus palabras, ha demostrado no poca fe en Jesús, que extiende su mano, le toca y le dice: «Quiero; queda limpio». Y, al instante, le desaparece la lepra y queda limpio. Una respuesta de compasión y amor ante la persona que sufre.
La curación del leproso tiene un efecto múltiple en su vida. Jesús le ha devuelto la salud física, ha cerrado las heridas de su corazón, lo ha reintegrado a la sociedad y a la comunidad de creyentes, ha recompuesto también su relación con Dios. Este milagro es signo de la misión de Jesús salvador respecto a todos los hombres. La respuesta por nuestra parte es una fe confiada que pide al Señor la curación del pecado y de todos los males, y la fuerza para luchar contra el mal implantando su Reino en la tierra. Como nos recuerda el Santo Padre Benedicto XVI, en la Carta apostólica Porta fidei, es necesario «redescubrir el camino de la fe para iluminar de manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con Cristo».
+ José Ángel Saiz Meneses
obispo de Tarrasa
obispo de Tarrasa
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