jueves, 19 de enero de 2012

ALÉGRATE, EL SEÑOR ESTÁ CONTIGO

El pasado 18 de Diciembre Carlos, Miguel y Pedro eran ordenados presbíteros en la Catedral Primada por D. Braulio Rodríguez.
La homilía era un canto a la alegría al saber que Dios no nos abandona nunca y eso, siempre es actual, aunque ahora ya no estemos en Adviento.
La reproducimos a continuación:


Mi saludo más cordial, hermanos, en este día que, como un estupendo aguinaldo, la Iglesia diocesana se enriquece con tres nuevos presbíteros y tres nuevos diáconos. ¡Dios sea bendito! Sé que tengo la dicha de ordenar presbíteros en unas proporciones razonables, pero siempre pienso también en la Iglesia universal y, sobre todo, en la persona misma del sacerdote ordenado, para que sienta siempre la alegría inmensa de ser sacerdote de Jesucristo, por Él mimado y servirle a Él con nuestra vida pequeña y grande a la vez. Felicidades, hermanos ordenandos, presbíteros y diáconos. Felicidades al Seminario y a la familia religiosa a la que pertenece uno de los diáconos; felicidades a vuestros padres y familiares, y también a las parroquias donde vivisteis la fe antes de ser seminaristas; también a las que ya ahora servís. Vuestra vida se llena de sentido cuando aparecen las personas concretas a las que vais a ayudar.

Es este un domingo hermosísimo de Adviento; el cuarto, centrado en la Virgen Madre. No puedo olvidar que en un domingo IV fui ordenado Obispo va a hacer ya 24 años. La primera palabra que quisiera meditar con vosotros, querido ordenandos, es el saludo del ángel a María: Xaire, “Te saludo, María”. Esa es una traducción, pero el original griego es más bien “alégrate”, “regocíjate”. Lo cual es sorprendente: ¿Por qué no dijo el ángel al entrar en casa de María: “shalom” y saludó con el saludo de los griegos? No sabría dar una respuesta convincente. Pero lo que es seguro es que los griegos que leyeron el evangelio de Lucas 40 años después sintieron que el Evangelio se abría también al mundo de los pueblos, no sólo al pueblo judío, aunque también. Sí, porque las palabras del ángel son la repetición de la promesa profética del libro del profeta Sofonías: “alégrate, hija de Sión; el Señor está contigo y viene a morar dentro de ti” (Sf 3,14). Tenemos, pues, la seguridad de que la Virgen en seguida comprendió que eran las palabras del profeta. Lo que hace reflexionar a María, sin embargo, es que esas palabras, dirigidas a todo Israel, se dirigen de un modo particular a Ella, y que con ellas el Señor tiene una intención especial para Ella; que está llamada a ser la verdadera morada de Dios, una morad no hecha de piedras, sino de carne viva, de un corazón vivo. Acostumbraos, queridos ordenandos, a sentir que Dios no se dirige a ti en general, te ama concretamente, a ti; acostúmbrate a enseñar esto a los niños, jóvenes, matrimonios, adultos: Dios nos habla personalmente por Cristo.

“Alégrate”, “regocíjate” es propiamente la primera palabra que resuena en el Nuevo Testamento, porque el anuncio hecho a Zacarías sobre el nacimiento del Bautista resuena en el umbral de ambos Testamentos, y sólo con este diálogo, que el ángel entabla con María, comienza realmente el NT. Pero, como veis, la primera palabra es una invitación a la alegría. Es un “Evangelio”, una “buena nueva” que nos trae alegría. Porque Dios no está lejos de nosotros, ni es desconocido, enigmático, tal vez peligroso. Dios está cerca de nosotros, tan cerca que se hace niño, y podemos tratar de “tú” a este Dios. Sobre todo el mundo griego percibió, como digo, esta novedad; sintió profundamente esta alegría, porque para ellos no era claro que existiera un Dios bueno, o un Dios malo, o simplemente un Dios. La religión de entonces les hablaba de muchas divinidades; por eso, se sentían rodeados por divinidades muy distintas entre sí, opuestas unas a otras, de modo que debían temer que, si hacían algo a favor de una divinidad, la otra podía ofenderse o vengarse. Así, vivían en un mundo de miedo, sin saber nunca cómo salvarse de esas fuerzas opuestas entre sí. Era un mundo de miedo, un mundo oscuro.

Y ahora escuchan decir: “Alégrate, esos demonios no son nada; hay un Dios verdadero, y este Dios verdadero es bueno, nos ama, nos conoce, está con nosotros hasta el punto de que se ha hecho carne”. Esta es la gran alegría que anuncia el cristianismo, que tenéis que anunciar vosotros, los que vais a ser ordenados hoy. Sería triste que a nosotros, los católicos, no nos sorprendiera esta noticia, que no la percibiéramos como alegría liberadora. Porque si miramos al mundo de hoy, donde en tantos ámbitos Dios está ausente, debemos constatar que también está dominado por los miedos, por las incertidumbres: ¿es un bien ser hombre, o no?, ¿es un bien vivir, o no?, ¿es realmente un bien existir?, ¿o tal vez todo es negativo? En realidad, mucha gente vive en un mundo oscuro, y en muchas ocasiones necesitan anestesias para poder vivir. Vemos ahora como la palabra: “Alégrate, porque Dios está contigo, está nosotros”, es una palabra que abre realmente a un tiempo nuevo. Os pido, hermanos, que con un acto de fe acojamos de nuevo y comprendamos en lo más íntimo del corazón esta palabra liberadora: “alégrate”. Pero esta alegría que hemos recibido no podemos guardarla sólo para nosotros. Esto os lo digo ante todo a vosotros, los ordenandos. La alegría se debe compartir siempre. Una alegría se debe comunicar. María corrió inmediatamente a comunicar su alegría a su prima Isabel. Así se ha convertido en la gran Consoladora, en nuestra Madre, que comunica alegría. Confianza, bondad, y nos invita a distribuir también nosotros la alegría. Esta ha de ser nuestro compromiso: llevar la alegría a los demás, en especial, la alegría más profunda, la alegría de haber conocido a Dios en Cristo. Este es un buen regalo de Navidad y no lo a veces costosos regalos que requieren tiempo y mucho dinero y, en ocasiones, nada consiguen.

Hay otra palabra también importante en el anuncio del ángel: “No temas, María”. En realidad había motivo para temer, porque llevar ahora el peso del mundo sobre sí, ser la madre del Rey universal, ser la Madre del Hijo de Dio, constituía un gran peso, un peso muy superior a las fuerzas de un ser humano. Por eso el ángel dice a María: “No temas”. Sí, tú llevas a Dios, pero Dios te lleva a ti. No temas. También a vosotros, enseguida presbíteros y diáconos, va dirigida esta palabra. En María penetró hasta el fondo de su corazón, y ¡la recordó tantas veces! Cuando Simeón le dice: “Este hijo tuyo será signo de contradicción… y un espada te traspasará el corazón”. En la vida de Jesús constantemente se desencadenarán contradicciones en torno a Él: “Está loco”; “tiene un demonio”; “es comilón y bebedor”. Y María escucha siempre en estas ocasiones; “No temas”. Lo escuchó, sobre todo, en el encuentro con su Hijo camino del Calvario, y luego al pie de la cruz, cuando parece que todo está acabado. Ella escucha una y otra vez: “No temas”. Y así, con entereza, está al lado de su Hijo que agoniza y, sostenida por la fe, va hacia la Resurrección, hacia Pentecostés, hacia la fundación de la nueva familia de la Iglesia.

Ya hemos destacado que nuestro mundo actual es un mundo de miedos: miedo a la miseria y a la pobreza, miedo a las enfermedades y a los sufrimientos, miedos a la soledad y sobre todo a la muerte. Y un miedo terrible a hacer esfuerzos, a cambiar la mentalidad de nuestros niños y jóvenes, mimados en excesos, aburridos si no tienen artilugios, cosas para divertirse. Vosotros, queridos ordenandos, tenéis que decir a muchos que Cristo nos anuncia: “No temas, yo estoy siempre contigo”. Podemos caer, pero al final caemos en las manos de Dios, y las manos de Dios son buenas manos. Y una tercera palabra, con la que responde María al ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Dice “sí” a la voluntad grande de Dios, una voluntad aparentemente demasiado grande para un ser humano, pero anticipa la tercera invocación del Padre nuestro: “Hágase tu voluntad”. ¿Es posible que vosotros digáis “sí” con vuestra vida de servicio total a los demás? Hoy se piensa que no, que cada uno se resuelva sus problemas, sin gratuidad, todo remunerado.

María dice “sí” a Dios, entra dentro de su voluntad, inserta toda su existencia en la voluntad de Dios, y así abre la puerta del mundo a Dios, la puerta que Adán y Eva habían cerrado. María nos invita a decir también nosotros ese “sí”, que a veces resulta tan difícil, pero no siempre. Hay que ser valientes, porque la voluntad de Dios es buena. Al inicio puede parecer un peso insoportable, pero en realidad la voluntad de Dios no es un peso; nos alas para volar muy alto. Atrevámonos, pues, a abrir a Dios la puerta de nuestra vida, las puertas de este mundo. Queremos pedirle a Dios, por la intercesión de María, la Consoladora, que os dé valentía a vosotros, los que hoy asumís esta tarea de ser en la Iglesia presbíteros y diáconos, pero también los que recibís la gracia del sacramento de Cristo, la fuerza del Espíritu Santo.


X Braulio Rodríguez Plaza

Arzobispo de Toledo

Primado de España

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