miércoles, 11 de mayo de 2011

RAZONES PARA EL OPTIMISMO

“¡Son tuyos!”, pronunció Juan Pablo II ante el televisor desde el que siguió los acontecimientos del 11-S. Se refería a los hombres y mujeres atrapados en las Torres Gemelas, a quienes cupo el doloroso destino de morir con crueldad y en directo. Los testigos de aquel momento en el apartamento pontificio, aseguran que al Papa le invadió inmediatamente una gran paz: Cristo sigue siendo el Rey de la Historia y el destino de la humanidad (el tuyo y el mío) no depende de la fatalidad sino de la misericordia infinita de un Dios que está muy cercano porque se deja atrapar en el interior del World Trade Center para caer entre los cascotes y el humo como una víctima más, un Dios que enferma de cáncer para morir tras un largo proceso de sufrimiento, un Dios que se ahoga bajo las olas de un maremoto, un Dios que recibe uno y mil disparos en el frente de una guerra, un Dios que comparte –también en directo– nuestro devenir porque quiso hacerse hombre una vez y siempre, antes de ganarnos la paz infinita.

Quienes le conocieron, aseguran que Juan Pablo II vivía por y para la Providencia. Estaba seguro de que quien “todo lo hizo bien” durante sus treinta y tres años de vida en la tierra sigue haciéndolo, a pesar de que la imagen objetiva del mal nos acoquine. Por eso, en el pontífice polaco no cupo nunca el pesimismo. Incluso se empeñó en hablar de “una nueva primavera de la Iglesia”, de la humanidad aunque su vida estuviera golpeada por el dolor y la pérdida, por la soledad, por las dentelladas del nazismo y del comunismo, por el odio convertido en bala de un atentado que lastró para siempre su salud, por la incomprensión de los bienpensantes. Su confianza en la paternidad divina aumentó a medida que sus fuerzas menguaban, que su cuerpo dejaba de ser autónomo y se le deformaba la voz.


Juan Pablo II encontró en el dolor una fuente de purificación e identificación con Cristo. Mientras pudo, utilizó disciplinas: se fustigaba la espalda en la intimidad de su apartamento, siguiendo una costumbre inveterada de muchos santos y santas. Además, veneraba a los enfermos como si fuesen una fuente de riquezas espirituales, hasta el punto que sus colaboradores tenían que recortar el número de personas sufrientes que acudían a sus actos públicos, para que las ceremonias no se retrasaran y pudiese cumplir sus exigentes jornadas de trabajo.
Somos suyos, hombres y mujeres atrapados en esta maravillosa aventura de vivir.

Miguel Aranguren en Alba

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