sábado, 28 de mayo de 2011

DOMINGO VI DE PASCUA

Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque vive con vosotros y está en vosotros.
No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
Juan 14, 15-21
 
El Evangelio de este domingo corresponde al discurso de despedida de Jesús, que con tanta belleza, hondura y amplitud recoge el evangelista san Juan. En este texto, ya aparece el Espíritu defensor que esperamos para Pentecostés. Jesús lo promete porque conoce la preocupación que con sus palabras de despedida está suscitando en los corazones de sus discípulos. Por eso Jesús les dice que no han de preocuparse, que Él volverá con su Espíritu: «No os dejaré huérfanos, volveré». Con esas palabras, los sitúa a la espera de ese tiempo fecundo en el que el amor de Dios se instalará en nosotros. Cuando venga el Espíritu, «entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros». Será ése el tiempo -que es el nuestro- en el que la vida eterna se hace experiencia cotidiana en el vivir y en el quehacer de los que conocen el amor de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo.

El Espíritu Santo traerá un nuevo modo de vida en el que todo es amor: con su fuerza, amaremos a Dios y amaremos a nuestros hermanos. En realidad, el amor será la fuente de nuestras responsabilidades, es decir, del cumplimiento de los mandamientos. Éstos ya no serán una carga, sino carne de nuestro amor. Todo lo haremos por el Espíritu derramado en nuestros corazones, que por Él serán de carne y no de piedra. Naturalmente, esto no sucederá sin dificultades. Al contrario, éstas se mostrarán más hostiles ante la santidad y coherencia de la vida. El mal suele dejar de lado a los que chaquetean con él, porque ya son suyos; pero se ensaña, con fuerza, en aquellos que muestran, con obras, la presencia de Dios en sus vidas. Pero, a pesar de todo, el Espíritu garantizará nuestra alegría, nos hará gozar por cumplir la voluntad de Dios.
Como podéis daros cuenta, ni Jesús en el Evangelio, ni yo en este comentario, estamos hablando de cosas inaccesibles y extrañas a la experiencia cristiana.
 
En los sacramentos de Iniciación (Bautismo, Confirmación y Eucaristía), la presencia del amor de Dios Padre y de Jesucristo, por el Espíritu, se instala en nuestra vida. En la Confirmación, el Espíritu Santo sella esa presencia en el bautizado, para que ya nada suceda en él sin la fuerza alentadora del Paráclito: por Él rezamos, luchamos, damos testimonio…, vivimos en coherencia con nuestra fe. Él es el abogado que nos defiende, el que se explica por nosotros, el que interpreta nuestros silencios, el que suple nuestra debilidad y nos da fuerzas para resistir al mal. Él siempre será el Espíritu de la Verdad, el gran maestro de la Iglesia y el de cada cristiano. Acoger al Espíritu Santo y dejarse llevar por Él es siempre la grata tarea de nuestra vida.
+ Amadeo Rodríguez Magro
obispo de Plasencia

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