jueves, 26 de agosto de 2010

D. MARCELO: TRES VECES HIJO


Cuando hablo de un cristiano cabal cuya biografía es significativa para una generación y para las venideras, siempre digo que debe tener tres filiaciones indispensables: ser hijo de Dios, ser hijo de la Iglesia y ser hijo de su tiempo. Son tres referentes que mutuamente se reclaman y enriquecen, y van justamente por ese orden.

Es lo que me sale espontáneo al pensar en la figura del Cardenal Marcelo González Martín, nuestro entrañable y querido Don Marcelo. Porque este fue el testimonio que desde el primer momento percibí en él cuando me acogió en su seminario toledano para iniciar mi formación sacerdotal, tan gozosamente deudora de su figura y de su obra.

Ser hijo de Dios, es lo que primeramente destacaba trasluciendo con sabiduría y belleza la piedad filial que tenía hacia el Señor, hacia María y hacia los santos. Fueron muchas las homilías que le pude escuchar o leer, en las que esa condición de hijo de Dios quedaba manifiesta en la hondura y la ternura con la que nos hablaba de Él despertando en nosotros, en mí, un sincero deseo de amar al "Amor no amado", como decía San Francisco de Asís, de amar a la Virgen María y a los santos que se nos dan como dulce compañía, de amar la Palabra de Dios, la liturgia y los sacramentos.

Pero Don Marcelo fue hijo de Dios siendo de modo exquisito y profético un fiel hijo de la Iglesia, no a su margen o en su contra. Debo reconocer que en aquellos años de mi formación sacerdotal destacaba esta filiación eclesial en la incondicional fidelidad al magisterio pontificio, a la gran tradición cristiana y a la verdadera teología. En momentos de confusión y desvarío, emergía su figura fuerte pero no rígida, en la que el amor a la Iglesia se convertía en el gran test de la identidad cristiana y católica, aunque ello supusiera quedarse solo y navegar contracorriente.

En tercer lugar, este gran Cardenal Primado no vivió su relación con Dios y su comunión con la Iglesia de un modo abstracto o atemporal. Ser hijo de una época significa tener luz y audacia para mirar el tiempo que Dios nos da, en el que Él nos sitúa, y acertar a escribir ahí precisamente la página que nos corresponde. Es aquí donde veía yo al hombre responsable y libre que jamás tuvo miedo a ser profeta impopular ni la pretensión de granjearse el aplauso de la lisonja. Las contradicciones de una cultura emergente, la ambigüedad de unas políticas familiares o educativas, o el ataque frontal al cristianismo desde leyes y gobiernos, hizo de Don Marcelo un respetuoso rebelde evangélico ante el absurdo, el sinsentido y la confusión.

Mi estima personal y la deuda que tengo con este gran hijo de la Iglesia, se ha ido acrecentando con el tiempo, según iban transcurriendo los años e iba teniendo una perspectiva más precisa de lo que supuso su figura en un momento muy delicado de la historia de España y de la historia de la Iglesia.

Fue uno de los Obispos que participó en las sesiones del Concilio Vaticano II. Ello le valió para ser un intérprete e introductor de la sabia doctrina conciliar. Muchos apelaban al Vaticano II para encontrar ahí una extraña complicidad que avalase los proyectos que ese gran Concilio no tutelaba. En nombre del Vaticano II se han escrito, se han dicho y se han realizado tantas cosas inexactas o incluso falsas, como luego ha ido demostrando la historia reciente.

Pero Don Marcelo no fue un teórico de las ortodoxias, sino que tuvo la rara virtud de amar apasionadamente a Dios y a su Iglesia, sin hacerlo a costa de los hombres. Así se explica su excelente formación humanística y teológica, que se plasmaba en su cualidad bellísima de saber hablar con hondura, con unción, con arte... dejándote siempre en tu corazón oyente una siembra de bien, de verdad y de paz. Pero juntamente con esto, estuvo atento también a las necesidades de los pobres de aquellos años difíciles de una larga postguerra nacional y más tarde europea también. Allí, en el Valladolid de sus primeras andanzas sacerdotales ayudaría a construir nada menos que una barriada popular para beneficio de los más desheredados. Su lema episcopal hablaba precisamente de esa pasión del Señor por los últimos, que Don Marcelo no dudaría en asumir también preferencialmente: pauperes evangelizantur, los pobres son evangelizados. No se limitaba a darles un pan o unos derechos sin la gracia de Dios y su Evangelio, como tampoco les dio sólo Evangelio sin pan. Se volcó con los pobres, para anunciarles de tantos modos la esperanza de Dios y de su Iglesia.

En mi mocedad de seminarista, en mis primeros años de fraile franciscano y de sacerdote, me impresionaba la tremenda libertad con la que juzgaba las cosas, la libertad propia de los hijos de Dios. Agarrado a la verdadera tradición de la Iglesia, no dudaría en abrazar y testimoniar lo que en esos momentos era más urgente. No cayó en la fácil cantinela de un oportunismo barato y a la moda. Todavía resuenan como un auténtico aldabonazo algunas de sus cartas pastorales en las que claramente tomaba posición cuando la dignidad del hombre, la libertad de la Iglesia o la gloria de Dios podrían entrar en entredicho. Recuerdo con particular afecto y gratitud su decidida apuesta por un seminario en donde se formasen verdaderos sacerdotes de cuerpo entero: en su espíritu, en su corazón, en su inteligencia y en su entrega.

Eran años fáciles para el despiste o la reducción, eran años muy propicios para confundirse ante el bazar del "vale todo". Y Don Marcelo supo indicarnos lo que valía y lo que era solamente una pantomima ideológica de progresismo estéril y vaciador.

A él también me encomiendo en estos primeros pasos como Arzobispo para que acierte a amar al hombre y sus preguntas, como él lo amó desde el Señor y con la Iglesia. Fui bendecido con su afecto paternal, sus consejos personales, con su magisterio que me sigue acompañando, y con el precioso testimonio esa triple filiación de quien ha sido un gran hijo de Dios, hijo de la Iglesia e hijo de su tiempo.
Mons. Sanz Montes
Arzobispo de Oviedo
para La Tribuna de Toledo

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