He estudiado muchas definiciones de la Iglesia: “Pueblo de Dios”, “Cuerpo Místico de Cristo”, “Familia de Dios”, “Pueblo de la Nueva Alianza”… Pero debo confesar que me llamó la atención una definición curiosa que ofrece, no un teólogo o autor espiritual, sino un converso muy popular en el mundo del cine. Se trata del actor Silvester Stallone, la violencia personificada, el hombre duro de la acción sangrienta hasta el límite de lo imposible.
Nos cuenta este popular personaje su conversión a raíz del nacimiento de su hija en una situación de extrema gravedad: “Cuando mi hija nació enferma me di cuenta de que necesitaba ayuda, comencé a poner todo en las manos de Dios, en su omnipotencia y en su gran misericordia”. El hombre duro, el que parece en sus películas no tener obstáculos para vencer, ante la cruda realidad de una hija que se le iba nada más nacer, se siente impotente, y pide ayuda a Dios. Confía absolutamente en la misericordia divina. Buen testimonio para que comprendamos lo que nos quiere decir Jesucristo cuando nos habla del amor de Dios al hombre. Mi iglesia parroquial es Santuario de la Divina Misericordia, y soy testigo de las personas que vienen a pedirle al Cristo Resucitado la limosna de una ayuda, de un favor, del perdón.
Stallone nos habla de sus momentos de “triunfo humano y profesional”. Los califica como frutos creativos de una juventud alucinada por las tentaciones de un Hollywood que ofrece una gloria fácil y efímera. Pero su gran liberación la encontró precisamente en Jesucristo, al que podía escuchar y tratar en la Iglesia: “Cuanto más voy a la Iglesia y más profundizo mi fe en Jesús y escucho su Palabra, a la vez que dejo que su mano me guíe, siento como me libero de mis presiones”. Es un ejercicio espiritual continuo el que experimenta este personaje real en la Iglesia Católica que lo ha acogido. Por ello el la define como “el gimnasio del alma”.
Esto me hace pensar en la fiebre que hay en muchos sectores jóvenes y adultos por cuidar el físico. No hace mucho me comentaba un amigo joven las heroicidades que hace cada fin de semana por mantener el cuerpo en forma. No duda de subir montañas, recorrer kilómetros, marchar desafiando al tiempo con tal de guardar la línea y el buen estado de salud. Y esto no es malo. Lo realmente lamentable es que no hagamos lo mismo con el alma. No dejamos tiempo para Dios, no ejercitamos las virtudes del espíritu, no es la Iglesia para la gran mayoría un verdadero gimnasio del alma. Nuestra modernidad está aquejada de anorexia espiritual. No nos debe extrañar, por tanto, que nos desplomemos ante cualquier cruz que la vida nos coloque sobre los hombros. Nos han educado y acostumbrado mal. Todo ha de ser fácil, sin complicaciones, sin compromisos a largo plazo, cómodo y placentero… Todo lo que exceda estos límites se descarta en principio.
Es necesario reaccionar. Decía hace unos días un articulista que algunos gobernantes apoyan su política sobre nuestros vicios, ofreciendo con generosidad y sonrisas lo que apetecemos. Y los tontos se dejan ganar por la adulación, el pan y el circo. Nos cuesta ir contra corriente, preferimos huir antes que dar la cara. Habla Plutarco de un filósofo que preguntó a un joven que corría presuroso: -“¿De quién huyes tan deprisa?” – “De un hombre que quiere arrastrarme al mal”, - contestó el joven.- “Avergüénzate de que no sea él quien huye de ti”, - le replicó el filósofo.
Dios es misericordioso, pero nos hace una llamada apremiante, a través de santa Faustina, para que respondamos en serio a nuestra vocación y nos acojamos conscientemente a su misericordia. Juan Pablo II urgió a todo el mundo a responder a la llamada amorosa de Dios, “Rico en Misericordia”. Para ello hay que ejercitarse en ese magnífico gimnasio espiritual que es la Iglesia.
Juan García Inza "Religión en libertad"
No hay comentarios.:
Publicar un comentario